Recuerdo a J. Eduardo Jaramillo Zuluaga



En la última semana de diciembre de 2008, la muerte puso su huevo mortal para llevarse a J. Eduardo Jaramillo Zuluaga (para evitar homónimos, que no faltaban, él anteponía la J.), a Harold Pinter (aunque las nuevas generaciones no lo saben, antes de ser Nobel, por allá en los 70s., Pinter hizo parte de nuestros repertorios en Bogotá: el teatro del absurdo no fue solamente Beckett) y al inolvidable Julio Nieto Bernal, con su muy particular voz y su indeclinable vocación por la cultura, que lograba filtar en la radio (aunque el patrón no lo admitiera). Pero la muerte accidental de J. Eduardo, a sus 51 años, sí nos dejó quietos en primera base. Fuimos contertulios en su primera época de estudiante javeriano. Después vino su exilio voluntario en Estados Unidos. Y en la última etapa trataba de compaginar con su país. Caleño, tenía todas las señas como tal: puntilloso, de humor negro, refinado, detallista en sus análisis, purista y, a la vez, anarquista, más filósofo que crítico de la literatura, más político que lingüista, irreverente en su ortodoxia, cautivador de estudiantes (no es sino preguntárselo a Mario Mendoza, quien no siendo tan distante en edades, lo considera su padre literario), amante solidario de las letras (su meta, en el fondo, era la poesía, de ahí que duela tanto su muerte, porque se ha ido inconcluso). Lo recuerdo en dos imágenes que no se me han borrado, ambas sucedidas en sendos congresos de los colombianistas en los Estados Unidos: una en St. Louis, cuando me anunció (realmente, me dio disculpas por lo que iba a hacer, todos somos parricidas) su reseña, que le había pedido el Boletín de la Biblioteca Luis Angel Arango, sobre mi libro Manual de la literatura latinoamericana, y la segunda vez, en un bar en Pensilvania, pidiéndole al guitarrista, con sorna, que tocara country con más vigor. Eduardo siempre estaba poniendo banderillas. No fue un analista literario tradicional, y tampoco se fue por la sociología literaria. En su momento, encontró algo que los franceses comenzaron a divulgar como eje de análisis: hablar del cuerpo, como comenzaba a hablarse del sujeto. Y por ese flanco llegó a la novela colombiana. (En 1994, publicó su único libro, El deseo y el decoro, sobre literatura colombiana). No se si habrá dejado algún libro de poemas. Y no deja de inquietarme qué había en Eduardo, en su formación, que lo arrojó a las aguas heladas del riachuelo a rescatar a Dante, su perro, allá en Raccoon Creek, sabiendo que eso era un suicidio. Ojalá se reunieran sus ensayos en un volumen que apareciera en agosto, cuando los colombianistas (Eduardo los presidió) realizan su nuevo Congreso en Virginia y se le rendirá un homenaje. Herbert Braun, actual presidente de la Asociación de Colombianistas, tiene la palabra. [Foto tomada de El Espectador, "Vida y muerte de un maestro de literatura", de Nelson Fredy Padilla, Bogotá, 11 de enero de 2009, pp. 16-17].

Comentarios

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